Esa súplica quedó marcada para siempre en la historia de Venezuela y del mundo entero. Era diciembre de 1999, cuando la avalancha de lodo, piedras y agua arrasaba todo a su paso en el estado Vargas.
En medio del desastre, un hombre se aferraba a lo único que le daba sentido a su vida: sus hijas. No pidió ser rescatado solo. No rogó por sí mismo. Imploró que no lo separaran de ellas, aun cuando la muerte parecía inevitable.
La Tragedia de Vargas no solo se llevó casas, calles y comunidades enteras… también dejó heridas profundas en miles de familias. No existen cifras que puedan reflejar el dolor, pero hay frases como esta que se convierten en eco eterno del amor más grande: el de un padre hacia sus hijas.
Hoy, más de dos décadas después, recordamos no solo la furia de la naturaleza, sino la fuerza del amor en medio de la desesperación. Porque aún en la oscuridad más brutal, brillaron manos que no se soltaron y voces que jamás se callarán.