Diciembre y la memoria del porvenir Pensar, decir y hacer: responsabilidad de la 4T

Vicente Morales Pérez

Diciembre no solo marca el cierre de un año; marca también un punto de encuentro con la memoria. Hay algo en estos días que nos obliga a bajar el ritmo, a mirar con mayor atención lo vivido y a preguntarnos, con honestidad, si el camino recorrido nos acerca a la vida que deseamos construir. La Navidad aparece entonces no como una fecha más, sino como un espejo: refleja lo que somos y lo que todavía nos falta por ser.
En medio del frío, de las luces y de las reuniones familiares, emerge una sensación que no es del todo alegría ni del todo nostalgia, sino una mezcla profunda de ambas. Recordamos las voces que ya no están, las enseñanzas recibidas, los valores aprendidos sin manual ni discursos, solo con el ejemplo. Es en esa memoria donde la Navidad encuentra su verdadero significado: en el reconocimiento del otro y en la gratitud por lo compartido.
La Navidad nos recuerda que la vida no es únicamente competencia ni urgencia. Nos invita a la pausa, al diálogo, al reencuentro. En un mundo acostumbrado a la confrontación inmediata, estos días nos proponen algo radicalmente distinto: escuchar antes de responder, comprender antes de juzgar, acompañar antes de señalar. Y ese gesto, aunque parezca pequeño, tiene una fuerza transformadora enorme.
Hay quienes ven en la Navidad solo un rito repetido. Pero en realidad es una oportunidad anual para reconciliarnos con lo esencial. Nos recuerda que la comunidad no se improvisa, se cultiva. Que la confianza no surge del discurso, sino de la coherencia. Que la esperanza no es un acto ingenuo, sino una decisión consciente de creer que el futuro puede ser distinto.
En estos tiempos de incertidumbre, cuando muchas personas sienten que el rumbo se ha vuelto confuso, la Navidad ofrece una brújula ética. Nos devuelve a valores que no pasan de moda: la solidaridad, el respeto, la palabra cumplida, el trabajo honesto. Valores que no pertenecen a una ideología ni a un partido, sino a la condición humana.
Hay también, inevitablemente, una dimensión pública en esta reflexión. Porque las sociedades se construyen del mismo modo que las familias: con diálogo, con reglas claras y con responsabilidad compartida. No hay proyecto colectivo posible si se pierde el sentido de comunidad. No hay futuro sostenible si se rompe el tejido de la confianza.
La Navidad nos recuerda que servir es más importante que figurar. Que liderar no es imponer, sino acompañar. Que las decisiones que verdaderamente transforman no siempre son las más estridentes, sino las más justas. En ese sentido, estos días nos invitan a repensar la forma en que participamos en la vida pública y el tipo de país que queremos heredar.
Al cerrar el año, vale la pena preguntarnos qué tanto hemos contribuido al bien común. Si hemos sido capaces de tender puentes o si nos dejamos arrastrar por la lógica de la división. Si entendimos que la diferencia no es una amenaza, sino una oportunidad para crecer. La Navidad no exige respuestas inmediatas, pero sí honestidad.
Quizá por eso sigue teniendo vigencia. Porque nos devuelve la dimensión humana en un tiempo que a menudo la olvida. Porque nos recuerda que ningún cambio profundo ocurre sin empatía, sin diálogo y sin un compromiso real con el otro.
Que esta Navidad sea entonces un punto de partida. Una invitación a construir desde la serenidad y no desde el enojo. A mirar el futuro con responsabilidad y esperanza. A entender que los grandes proyectos comienzan siempre en lo cotidiano, en lo cercano, en lo humano.
Al final, la Navidad nos deja una certeza silenciosa pero poderosa: cuando los valores guían el camino, el porvenir deja de ser una promesa lejana y comienza a tomar forma en el presente.
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